lunes, 11 de mayo de 2015

Paternalismo, personalismo, caciquismo y democracia española (III)


Siendo las cosas como van en la primera entrada y en la segunda de esta serie, es lógico que la situación española sea la que es. Tras un impulso democratizador y una corriente de entusiasmo de los dirigentes y de los ciudadanos en la transición española hacia la democracia en los años setenta y ochenta del pasado siglo, todo se asentó como marcaba la inercia histórica en el país. No solo la inercia de las etapas históricas pasadas sino la impronta dejada por el régimen dictatorial de Franco. Este se asentó tras un golpe de estado, una guerra civil y la purga y eliminación de todos los opositores. En España, durante décadas, se instaló mayoritariamente el temor a opinar, el miedo a la discrepancia y el pensamiento de que no se podía cambiar la situación y que era mejor asimilarse para sobrevivir y medrar en la vida. Ganó también la propaganda que hablaba de los veinticinco años de paz y del enemigo exterior ante el que había que cerrar filas dejando para otro momento las discrepancias internas. Es legendaria la recomendación de Franco a Sabino Alonso Fueyo (a la sazón, director de Arriba, diario falangista de la época): Usted haga como yo y no se meta en política. La anécdota se cuenta también con otros interlocutores. Es totalmente cierto, Franco no se metía en política sino que ejercía el poder con ese sentido del que venimos hablando, de forma paternalista y personalista. España era él y los españoles lo debían considerar como un padre que sabía lo que convenía a todos en cada momento incluso para pedirles el sacrifico del período de autarquía o mirarlos con cierta indulgencia cuando se descarriaban. La estructura se basaba también en una jerarquía que controlaba por una parte las fuerzas armadas y los medios de comunicación pública y por la otra en una red clientelar que dominaban los caciques de cada zona revestidos de presidentes de Diputación, alcaldes o empresarios o propietarios de latifundios tan paternalistas como el propio jefe del Estado. En el fondo, es de todo esto cuando se habla de la herencia franquista y el postfranquismo en la actual España.

Tras el impulso democratizador de los años setenta y ochenta, el amplio abanico de partidos políticos, la necesidad de grandes pactos de estado y de gobierno provocada porque todo estaba por hacer y nadie garantizaba por sí mismo la estabilidad del sistema, este se asentó en una dinámica pactada que trajo la necesaria tranquilidad histórica para la modernización del país y su ingreso en la Unión Europea pero que, a la vez, resultó perversa para un amplio sentido de la democracia. Igual que se optó por esta organización se podría haber optado por otra, con mayor implicación de la población española en la toma de decisiones concretas a través de consultas generales o particulares, la educación en las claves democráticas (derechos y deberes) y el establecimiento de todo un entramado de organismos que favorecieran y estimularan los movimientos ciudadanos o que, al menos, no los dificultaran por no estar encauzados en un sistema partidista y presidencialista como el que tenemos. En España, los partidos mayoritarios -incluso los más afines al liberalismo- conciben un país con una fuerte intervención del Estado en todas las decisiones individuales de los ciudadanos. Precisamente porque los políticos no se fían de estos como estos no se fían de ellos. Por eso en España no terminamos de asumir la necesidad de pedir una factura a quien nos viene a arreglar un grifo, disculpamos al evasor de impuestos para el que de vez en cuando se legisla una amnistía fiscal y todos consideramos una especie de castigo el que tengamos que formar parte de una mesa electoral. Por eso en España la aparición de plataformas ciudadanas o movimientos de barrio que intervienen en las cuestiones socio-políticas se ve con tanta extrañeza y parecen fenómenos revolucionarios en vez de ser considerados como lo que son, intervenciones de los ciudadanos en cuestiones que les competen y que no pueden esperar a la siguiente convocatoria electoral porque o bien las instituciones no dan salida a las demandas sociales o bien el sistema se ha degradado. En España los partidos políticos conciben como lobby legítimo a las empresas eléctricas o los grandes grupos de comunicación pero ven como molestos a sectores sociales organizados que plantean reivindicaciones.

Los partidos políticos ocuparon el amplio espacio que les otorgaban las leyes que ellos mismos redactaban y controlaron todas las instituciones que venían de antiguo más las nuevas que se gestaron. Es un hecho que los partidos políticos, desde 1978, han ocupado cada vez un mayor espectro de la sociedad española y esta ha tenido cada vez un menor margen de presencia directa en la vida pública hasta el movimiento del 15M.  Los partidos no solo se convirtieron en estructuras políticas sino que quisieron también ser asociaciones de barrios, rectorados universitarios y asociaciones profesionales, ocupando espacios que en una democracia debe corresponder al ciudadano y no a las estructuras políticas.

En cada una de esas estructuras se reprodujo frecuentemente el sentido de paternalismo y personalismo que es una característica histórica del país. En vez de limitar los mandatos, se ha dejado ocupar casi cualquier cargo de forma vitalicia a quien sabe controlar las estrategias de votación. Independientemente de que se haga bien o no la gestión, esto no lleva a la pureza democrática sino al ejercicio del poder de una forma contraproducente para la democracia. Es frecuente, así, que en España la persona se identifique con el cargo: desde un presidente de una comunidad de vecinos hasta las más altas instancias. Criticar a un alcalde, a quien ocupa un cargo, se toma como un ataque a la propia institución cuando no debería ser así. Al crítico se le termina haciendo el vacío, acosando laboralmente en cualquier organismo de la administración pública, expedientándolo, expulsándolo del partido o de la organización a la que pertenece o complicándole la vida para que desista en su crítica y sea él quien se calle o abandone por no buscarse más problemas en una batalla que solo parecen ganar los que saben dominar las estructuras y no los individuos libres. Quien expone sus críticas en un debate se arriesga a ser acusado de poco patriota, de contrario al bien común, de deslealtad institucional. Aquel que controla el poder, en cambio, suele envolverse con la bandera, esconderse detrás de las siglas del organismo que preside, clamar que sin él todo caerá en el caos y poner en marcha la maquinaria estructural para aplastar a los disidentes.

Este sistema suele basarse en los instintos peores del ser humano: fomenta la envidia, la delación y la denuncia arbitraria, el arribismo, el servilismo, la picaresca y la trampa. Todo el mundo tiene a buscar al cuñado o al amigo que le ayude a saltarse una lista de espera, obtener recursos que de otra manera nunca alcanzaría y agilizar o paralizar un expediente, según convenga. Fomenta, sobre todo, la figura del tiralevitas (pelota, adulador, trepa, en todas sus variantes) que hace toda su carrera alabando esa identificación del cargo y la persona, el paternalismo y la ejecución caciquil de la política española. Y, como todo vicio moral, este es el modelo que se ha extendido como mancha de aceite por el suelo de España en las últimas décadas. Mancha que se superpone a las anteriores, las que vienen de lejos. A veces, hasta son las mismas.

(Mañana termino esta serie de entradas)

2 comentarios:

mojadopapel dijo...

Valiente y sincero....olé.

dafd dijo...

Inquieta un poco eso de que los partidos se hayan ido expandiendo hacia más sectores que los propios de su actividad. No sé yo si las cajas eran parte de esa actividad, por ejemplo.